viernes, 13 de mayo de 2011

Retrato de Oscar Wilde

Aún no tenía treinta años cuando, al desembarcar en Nueva York para pronunciar un ciclo de conferencias por Estados Unidos, contentó muy serio al empleado de aduanas que le pregunto si tema algo que declarar:
- ¡Sólo mi genio, nada más!
Ya entonces era muy excéntrico, vestía de manera anacrónica -tocaban a su fin los años ochenta del siglo pasado- con, bombachos medias de seda y sólo comía y bebía lo mejor de lo mejor. Causo en los americanos una profunda impresión; en cambio, estos apenas causaron ninguna en él. No le gustaban los hoteles con agua corriente, en su opinión lo mejor eran las palanganas. Cuando le instaban a cenar en un restaurante, lo cual ocurría casi todas las noches cambiaba de mesa muchas veces antes de instalarse porque no quería exponerse a una corriente de aire. Cuando la prestigiosa editorial Harperle ofreció cinco mil dólares de anticipo por un libro de cien mil palabras era el equivalente de unas trescientas paginas- declaro con altanería que la lengua inglesa no disponía de cien mil palabras y en seguida lo comunicó así a la prensa.
La palabra “genio” afloraba con facilidad a los labios. En una ocasión dijo: “Para mi trabajo empleo sólo mi talento. .El genio lo necesi para vivir!”.
Quizás habría debido vivir con más talento y menos genio; en todo Caso el terrible final así parece indicarlo. Pero no empecemos por el final sino por el principio. El padre era un conocido oftalmólogo sir William Wilde que ejercía en una pequeña ciudad irlandesa; también Él era un hombre algo original que una vez fue sometido ajuicio porque una paciente le había denunciado por intento de seducción durante la consulta. Pero no se aclaró nada.
Oscar, nacido en 1852, fue a una buena escuela pública y después Con una beca al Trinity Collage de Dublín. Siempre afirmó más tarde que allí no «pasó» nada, todavía no. Pero se sabia que en las universidades existían relaciones sexuales entre los alumnos mayores y los más jóvenes y el propio Oscar Wilde contó una vez que un chico se había encariñado mucho con él y que al enterarse de que Wilde abandonaba el college lloró y, cuando el tren ya se había puesto en movimiento, le besó en la boca. Wilde fue el mejor del college y en Oxford, donde entró a los veinte años, se distinguió asimismo como estudiante. Pero entonces ya tenía un gran amor: «Cuando empecé a comprender el milagro y la belleza de la vida en la antigua Grecia-" En Trinity college ya había ganado medallas de oro por su aplicación en la lengua griega. En Oxford era popular, un narrador ocurrente y divertido, el más ameno de todos los estudiantes.
Su padre que había ganado mucho dinero, pero también gastado con prodigalidad, deja sólo siete mil libras al morir, casi todas a la madre, Oscar recibe una pequeña suma que emplea en un viaje a Grecia en 1877. Ya es un hombre bien parecido, que vive bien y con intensidad
Oscar Wilde
aunque nadie sabe con exactitud de qué; escribe poesías que se publican en revistas y atraen cierta atención, incluso en círculos profesionales. No es de extrañar que provoque sonrisas el hecho de que sin ninguna justificación se autodenomine: «Profesor de estética y crítica de arte.» Luce, como ya hemos dicho, pantalones cortos y un aciano verde o un lirio dorado en el ojal y se encuentra como el pez en el agua en la sociedad londinense, pero sus poesías le reportan muy poco dinero. Vive de esta sociedad, invitado por ella casi cada noche y pasa los fines de semana en castillos o mansiones campestres Cuando está con el agua al cuello por las deudas, corta el nudo gordiano y se casa con una tal Constance Lloyd, muy rica, que aporta al matrimonio una renta anual de quinientas libras. Con esta cantidad se podía vivir con lujo en aquella época. Compran y amueblan una casa modesta pero al fin y cabo, propia, en Tite Street, en el suburbio de Chelsea.
A Oscar Wilde no se le ocurre siquiera buscar una profesión y cuando le preguntan, dice que vive para adorar lo bello, que es más que lo bueno, ya que esto último lo lleva en su interior, lo cual por otra parte creyó también durante un tiempo el joven Goethe. Se le menciona muy a menudo en las crónicas de sociedad y es adorado por hombres jóvenes de los mejores círculos sociales. Nunca se ha sabido hasta dónde llegan ellos o les deja llegar él, pero en cualquier caso ya empiezan a correr rumores de que Wilde es un «pervertido», acusación terrible en aquella época victoriana. Aunque su mujer le ha dado dos hijos, o él a ella, las campañas difamatorias no remiten. Por el contrario, reciben un nuevo impulso cuando en 1889 publica una novela corta, Retrato del señor W. H., en la que comparte la opinión de muchos investigadores de que Shakespeare no dedicó sus sonetos a lord William Herbert sino a un actor homosexual llamado William Hughes. El tema es muy sencillo. Trata de dos jóvenes, uno de los cuales está convencido de que Shakespeare era homosexual y apoya su tesis en el «hallazgo» de un retrato en la tienda de un anticuario que representa a aquel joven actor, intérprete en el teatro de Shakespeare de todos los papeles femeninos o por lo menos muchos de ellos. Entonces el descubridor del cuadro, sin que nadie sepa ni pregunte por qué, se quita la vida. Por otra parte, no se conserva la menor prueba de que el actor supuestamente retratado haya existido jamás.
El relato aparece primero en una revista, que es inmediatamente secuestrada, y después, todavía con mayor éxito, en forma de libro. Motivo de la sensacional acogida: en el relato se habla, o se sugiere, lo cual es más que suficiente en aquella época, de algo «prohibido». Oscar Wilde obtiene un éxito todavía mayor, por lo menos en Inglaterra, con su primera y única novela, El retrato de Dorian Gray, publicada también en una revista y después como libro, duramente criticado por el Daily Chronicle, el periódico liberal. Pero el éxito es unánime, también en el extranjero.
Aquí se trata de la historia de un hombre joven de indescriptible belleza que posa para un pintor que está loco por él, Basil Hallward. El retrato fascina a lord Henry Wotton, quien quiere conocer en seguida a Dorian Gray. Sin embargo, el asunto no pasa de unas cuantas frases ingeniosas pronunciadas por el ingenioso lord. Dorian Gray queda encantado con el cuadro, que le inspira unos celos inmediatos. La pintura siempre será bella, mientras él se volverá feo y envejecerá. Expresa el mismo deseo de Fausto -el tema se encuentra en Edgar Allan Poe, Stevenson y Balzac, sin cuya influencia la novela no se habría escrito-: que el retrato envejezca mientras él permanece joven. Y así sucede durante los próximos años y decenios.
Inexplicablemente para todos cuantos le conocen, se conserva joven y bello, mientras el retrato, escondido hace tiempo en una buhardilla, envejece y refleja en su rostro todos los crímenes y pecados cometidos por Dorian Gray. Poco a poco, Donan empieza a odiar el retrato y por fin se deja llevar por la pasión y le clava un puñal. Los criados oyen un grito en plena noche y encuentran en la buhardilla el retrato de un hombre joven y bello y a un viejo de expresión horrible con un puñal en el pecho. Sólo por los anillos reconocen en él a su amo Dorian Gray.
La fábula no es, pues, demasiado original. Lo interesante es el mundo en que vive Dorian Gray, un mundo de hombres, como el pintor, al que mata cuando adivina su secreto; como aquel lord, que no es homosexual pero que vive con una mujer repugnante. Apenas aparecen mujeres en la novela, sólo una joven actriz de la que Dorian Gray se enamora y que por su culpa se suicida. Una figura artificial que, de no ser por las comedias posteriores del escritor, induciría a pensar que no sabía describir a las mujeres.
Alrededor de Dorian y del lord, que pronuncia frases no siempre ingeniosas, gira un mundo lujoso y fantástico. Una habitación impregnada de perfume de rosas en la cual todas las mesitas son antiguas y proceden de Venecia o de Oriente; los libros están encuadernados en valiosa piel, sólo se bebe champaña, a la ópera no se va a escuchar música sino a chismorrear, para lo cual son muy idóneas las óperas de Wagner, porque la música es alta, los volúmenes de poesía están impresos en pergamino y las casullas son un adorno. Así es el mundo de Dorian Gray.
Verdad es que en ningún punto de la novela se indica que Dorian Gray pueda ser homosexual; el episodio de la actriz suicida daría a entender precisamente lo contrario. Pero Wilde insinúa que muchos hombres jóvenes de la sociedad han abandonado por él el país o se han suicidado o han sido repudiados por sus familias. Sólo una vez, una sola se hace mención del amor entre hombres como el único verdadero, no «la mera admiración de la belleza corporal, que surge del impulso sexual y se extingue en cuanto se adormecen los sentidos, sino el amor homosexual experimentado por Miguel Ángel, Montaigne, Shakespeare y Winckelmann».
Una cosa es segura. Osear Wilde se enamoró de su Dorian Gray. Más que cualquier otro novelista de uno de sus héroes. Dorian Gray es sin duda Osear Wilde, o tal como Osear Wilde querría ser. Se trata, pues, de la novela de un narcisista. La sociedad londinense, sin embargo, no contenta con considerarle un pervertido o un homosexual, arma un verdadero escándalo en torno
a esta novela; hay muchas casas en las que ya no se recibe a Oscar Wilde. No obstante, todo queda disumulado bajo el éxito realmente sensacional de la obra.
Por esta época Oscar Wilde ya está preparado para convertir en Realidad las palabras deÍ Dorian Gray: sale mucho con jóvenes, no sólo de la buena sociedad, sino también con jockeys, empleados de hotel y como se sabrá mas tarde, profesionales del sexo. Y no se cita con ellos en oscuras tabernas, lo cual podría perdonarse, sino en los mejores locales, donde no se les ve con agrado. Por ejemplo, en el Café Royal o en el restaurante Kettler o incluso en el hotel Savoy, donde están muy fuera de lugar.
Wilde ha empezado a escribir obras de teatro. Explica que es el méTodo más rápido y fácil de ganar dinero. Su primera comedia, El abanico de Lady Windermere, que como todas las siguientes se desarrolla en el seno de la sociedad londinense, es una comedia de bulevar nada más. La crítica es negativa, pero el público acude en tropel. El éxito se repite en París, Berlín y Viena.
En 1890 Oscar Wilde, que tiene treinta y seis años, encuentra su Destino. Lord Alfred Douglas es todavía muy Joven, no ha cumplido los veinte años, muy guapo, rubio, alto y esbelto. Ha escrito algunas poesías y continua escribiéndolas de vez en cuando; son elogiadas por los profesionales pero en seguida caen en el olvido. Wilde le ve y se enamora de él, ya no puede vivir sin él. Sale en su compañía, alquila carruajes y casas para estar a solas con Él, gasta una fortuna y, por añadidura, lord Alfred le da algún que otro sablazo, porque su padre le hace ir muy corto de dinero. Como es natural, Douglas es tabú en la sociedad. Se pasa por alto que de vez en cuando también él se relacione con criados y mozos de cuadra, sobre todo porque es joven pero los rumores sobre Wilde crecen de tono. No se sabe nada con exactitud, o no se quiere saber, pero el hecho es que el muchacho con quien sin duda se acuesta pertenece a una de las familias más distinguidas del país.
Wilde escribe una carta a Douglas que cae en malas manos. El hombre que la tiene en su poder exige sesenta libras por ella. Wilde no cede al chantaje; al fin y al cabo, no se trata de una carta, sino de una poesía.
«Mi único amor. Tu soneto es delicioso y considero un milagro que los rojos pétalos de tus labios no sean menos aptos para la embríagadora música y poesía que para los besos embriagadores. Tu alma dorada y tierna vacila entre el amor y la poesía. En tiempos de Grecia, Jacinto no siguió al amor con tanto frenesí como lo haces tú. ¿Por qué estas solo en Londres y cuándo irás a Salisbury? Ve y refresca tus manos a la grisácea media luz del gótico. Ven a mi lado cuando quieras.
Aquí todo es encantador, sólo faltas tú. Pero ve primero a Salisbury. Con amor imperecedero, tu Osear.» Esta carta jugó un papel decisivo en el proceso de Osear Wilde. Wilde continúa viviendo tan tranquilo, sin molestarse en contestar a las indirectas de los salones y, menos aún, en refutarlas.
En 1892 escribe una pieza teatral en francés. Salomé, cuya representación es prohibida inmediatamente por la censura inglesa. Como
Oscar Wilde
libro, puede ser leída al menos por quienes entienden el francés, hasta que lord Alfred Douglas la traduce. Sarah Bemhard, para quien fue escrita la obra, no llegó a interpretarla y casi no se conoció hasta que el jovencísimo director teatral berlinés Max Reinhardt la puso en escena y Richard Strauss la transformó en una ópera que le dio fama mundial.
En 1893 Osear Wilde y el joven lord viven en una aldea a orillas del Támesis donde no tardan en ser la comidilla de los habitantes, con tanta mayor razón cuanto que se les ve bañarse desnudos, ¡un escándalo en aquellos tiempos! Por sorprendente que resulte, a pesar del éxito fenomenal de su primera obra de teatro y de las siguientes, Oscar Wilde no sale de sus apuros económicos. Gasta demasiado. Sus muchachos le cuestan mucho dinero, en especial lord Alfred Douglas, cuyo padre, lord Queensberry, un hombre de baja estatura, consagrado al deporte, que vive casi exclusivamente para sus caballos, se interesa por el boxeo hasta el punto de establecer las reglas que aún hoy rigen para el boxeo amateur. Hombre desagradable y tosco, se ha separado hace tiempo de su mujer, a la que maltrataba y a quien continúa insultando en público. Se entera por terceras personas de que Bosi, como todos llaman a Alfred, mantiene relaciones con Osear Wilde. Le prohibe en una carta furiosa, en la que también insulta a Wilde, «continuar la intimidad con ese tipo».
No quiere afirmar que su hijo sea amante de Wilde, «pero en mi opinión es igualmente reprensible dar la sensación de que lo eres». Firma la carta «tu indignado y supuesto padre». Y recibe la siguiente respuesta telegráfica: «¡Eres un hombrecillo cómico!» Lo cual, naturalmente, le excita todavía más. Queensberry visita en compañía de un amigo a Osear Wilde quien, enterado de la carta del marqués, le trata glacialmente y termina por echarle de su casa.
Entonces Queensberry cambia de táctica. Por ejemplo, reserva entradas para el estreno de La importancia de llamarse Ernesto, pero en la taquilla no se las entregan; Wilde se ha cuidado de que no pueda conseguir ni butacas ni palcos de platea, así que el marqués tiene que retirarse con el manojo de hortalizas que se proponía tirar a la cara de Wilde. Deja su tarjeta de visita en el club de Wilde con palabras insultantes.
Wilde tampoco quiere hacer caso de los consejos apremiantes de sus amigos. Sólo Alfred insiste en que demande a su padre; durante una comida en el Café Royal se pelea sobre este punto con todos los amigos de Osear Wilde, se levanta y se va hecho una furia. Wilde corre tras el; Alfred le tiene completamente dominado. Presenta una querella.
El proceso se inicia el 3 de abril de 1895 en el Palacio de Justicia. El acusado es el marqués, Wilde sólo un testigo. Se muestra divertido, reparte frases ingeniosas, aún no sospecha la gravedad de la situación. Pero de pronto aparecen personas que han sido buscadas por detectives, entre ellas el chantajista con aquella carta inequívoca. Fastidiosos interrogatorios.
Una y otra vez Wilde tiene que admitir que ha dado dinero a hombres jóvenes y les ha hecho regalos. Y todavía peor: declara audaz y voluntariamente:
- Me gustan los jóvenes espontáneos, despreocupados y felices. No me gusta la gente vieja y razonable. No reconozco diferencias sociales de ningún tipo. La juventud es para mí algo tan maravilloso, que prefiero pasar media hora charlando con un hombre joven que siendo interrogado por una vieja rata justiciera.
El público ríe, pero la situación está lejos de ser divertida, y se vuelve más peligrosa cada vez que Wilde tiene que confesar haber regalado a un mozo de cuadra o a un criado sin empleo una pitillera de plata y permitido que le llamaran por su nombre de pila. Produce una mala impresión cuando, tontamente, se quita años cuando el juez le pregunta su edad; una mentira que puede ser comprobada con toda facilidad. Y después lo echa todo a rodar cuando, a la pregunta de si ha besado a cierto joven granjero, responde:
- Oh, no, por Dios! Era un chico feísimo, por eso le compadecía.
Los muchachos acusados de tener relaciones con él aparecen como los seducidos, el poeta, como el seductor. Su abogado, lleno de alarma ante el cariz que toma el proceso -había prestado crédito a las «palabras de honor» de Wilde y Douglas de que nunca había habido nada entre ellos-, retira la denuncia. Esto significa que el marqués ha ganado el juicio y Wilde lo ha perdido.
Todo Londres se pregunta por qué diablos Wilde ha iniciado el proceso. Ahora ya no hay quien lo pare. Poco después se celebra la segunda vista. Esta vez el demandante es el liscal y Osear Wilde el acusado. Todo el mundo da por sentado que antes del segundo proceso Wilde abandonará el país. Incluso su mujer, de la que vive separado, le manda decir que es lo único sensato. Pero él no piensa hacerlo; sigue sin darse cuenta de la gravedad de la situación y los pocos días que le quedan no son suficientes para convencerle de que se marche a Francia; según le explican sus amigos, incluso el Tribunal cuenta con ello y también la policía. Nadie le pondría dificultades si decidiera abandonar el país.
Pero es demasiado orgulloso para huir. «Si me imponen una pena, la cumpliré», declara.
El segundo proceso es corto. Queda demostrado que Osear Wilde ha delinquido con sus prácticas homosexuales, por lo que es arrestado e ingresado en prisión preventiva. Y entonces ocurrió algo singular. Precisamente en Londres, y en la mejor sociedad, había más homosexuales de lo que nadie se imaginaba. En los días siguientes al juicio los trenes de Dover se llenaron a rebosar, así como los vapores que iban a Calais. Entre los pasajeros se encontraban aristócratas u otros personajes encumbrados que se dirigían a París o Niza. Entre los llamados emigrantes se vio a un ex ministro, al presidente de una academia científica, a un millonario ennoblecido recientemente, a un famoso general y a un actor muy conocido, aunque este último no hacía el viaje porque pudiera imputársele el cargo de homosexual, sino por la sencilla razón de que estaba de moda trasladarse al continente. No tardó en regresar a Londres y lo mismo hicieron, por otra parte, todos los demás. En cuestión de pocos días, Wilde está arruinado. Los teatros donde se representan sus obras se vacían, sus libros ya no se compran, la casa de Tite Street es embargada. Todo esto es grotesco. Sólo los beneficios de sus obras teatrales ascienden a miles de libras anuales, mientras las deudas suman apenas mil, de las que sólo había que deducir los costos del proceso, que por otra parte Alfred Douglas se ha declarado dispuesto a pagar, aunque al final no lo hace. También él se ha desterrado y vive en un pueblo de la costa francesa, preparado para regresar cuando la tormenta amaine.
Pero tarda en amainar. El 19 de abril se abre un nuevo proceso, el tercero en el caso de Osear Wilde, quien ya no ofrece un aspecto impresionante. Ha adelgazado mucho, pues no ha sido bien tratado en la prisión, sino más bien sometido a vejaciones. Ya no es encantador ni ingenioso, pese a que en principio el proceso no parece serle muy desfavorable. Su abogado consigue demostrar que casi todos los «testigos» que han declarado contra él son delincuentes habituales o chantajistas. Varios amigos reúnen la fianza para que sea puesto en libertad condicional.
Uno de sus mejores amigos, el escritor y periodista americano Frank Harris, quiere ayudarle a huir a Francia. Ha alquilado un yate de vapor cuyo propietario, un noble miembro del mismo club, no quiere aceptar un solo penique cuando se entera del empleo que se va a dar a su yate. Harris tiene a punto un carruaje con dos caballos, va a buscar a Osear Wilde a casa de su hermano y trata de convencerle de que suba al carruaje que le llevará a la costa, donde espera la embarcación alquilada.
Pero Wilde se niega. Ya es un hombre quebrantado. En vano intenta convencerle Harris de que un viaje a Francia es completamente legal. La única condición de su puesta en libertad bajo fianza es la de que comparezca ante la justicia en la fecha señalada para la próxima vista. Por consiguiente, podría abandonar el país casi públicamente, aunque Harris prefiere no arriesgarse a ello, sobre todo cuando se entera de algo que hasta ahora no consideraba posible: «No puedo marcharme. He hecho todo lo que se me imputa.»Harris no sabía esto y no comprende por qué Wilde ha buscado precisamente la amistad de criados y mozos de cuadra. Si tenía que amar a algún muchacho -lo cual Harris nunca comprendió-, podía haberlo elegido en su propio círculo social. Wilde responde que no podía prescindir de ellos, que debía conocer a toda clase de gente a fin de poder describirla. Absurdo, si se tiene en cuenta que todas las obras de Oscar Wilde tienen como único marco a la alta sociedad.
Mientras Wilde espera la reanudación del proceso, Douglas, regresa a Inglaterra y se encuentra con su padre. Disputan, porque Alfred no quiere creer que el marqués sólo ha actuado como un padre solicito, deseoso de proteger a su hijo de una compañía viciosa y perjudicial. Camorra en pleno Piccadilly.
El proceso contra un Osear Wilde totalmente apático dura sólo unos días. Es sentenciado a la pena máxima: dos años de cárcel. Aplausos del público, que es reprendido por el juez. A quien no
Oscar Wilde
puede reprender, aunque quisiera, es a la multitud de conocidas prostitutas congregadas frente al Palacio de Justicia, que bailan de alegría al conocer el veredicto. ¡Habían visto realmente a un competidor en Oscar Wilde!
Los amigos de lord Queensberry dan un gran banquete para celebrar el triunfo. No se pronuncia una sola palabra sobre el hecho de que se ha enviado a la cárcel a un poeta y dramaturgo inglés de innegable categoría.
Al cabo de cierto tiempo Frank Harris es autorizado a visitar a Oscar Wilde en la prisión. Está mucho más delgado por culpa de las frugales comidas de los reclusos. Se encuentra bien de salud, pero muy deprimido. No le consuela nada que otros lo hayan pasado mucho peor.
- No poseo la fuerza de Dante ni su amargura. ¡Soy un griego nacido demasiado tarde!
¡Cuánta razón tiene!
Los funcionarios de la prisión -no los anteriores vigilantes, que eran unos sádicos, sino los empleados de las oficinas- consideran una locura el encarcelamiento de Wilde. «¡Un caballero como él no debería estar aquí!»
Harris consigue por lo menos que se le permita leer y escribir, pero todos sus esfuerzos por reducir la pena y un intento de que varios literatos prestigiosos firmen una petición de gracia fracasa lastimosamente. Ninguna persona de renombre, excepción hecha de George Bernard Shaw, se muestra dispuesta a ello. Y por esta época Shaw no goza aún de la fama suficiente para que su firma sea efectiva.
En la cárcel. Osear Wilde escribe De profanáis, una acusación contra lord Alfred Douglas. Pero cuando el libro se publica, mucho más tarde, faltan todos los pasajes comprometedores, porque el padre de lord Alfred Douglas ya ha muerto y él es un hombre influyente que durante los próximos años hará objeto de una persecución implacable a todos cuantos intenten publicar algo contra él sin aducir pruebas concluyentes. ¿Y qué pruebas puede haber, sobre todo tras la muerte de Wilde?
También escribe durante su cautiverio Balada de la cárcel de Reading, una obra maestra poética que, como es natural, no puede publicarse por el momento; la opinión pública es todavía muy hostil a Wilde. Un ejemplo basta para ilustrar este punto: al acercarse el día de su puesta en libertad, Harris visita al sastre de Wilde para encargarle un traje nuevo, ya que ninguno de los anteriores le sirve ahora que ha adelgazado tanto, y el sastre se niega a aceptar el encargo. ¡Trabajar para Wilde! Sin embargo, al final consiente en hacerlo cuando Harris le ofrece más dinero.
El 9 de mayo de 1897 sale de la cárcel. El mismo día abandona Inglaterra y se dirige a Francia, donde se instala temporalmente en una pensión del pueblo costero de Bemeval bajo el nombre de Sebastian Melmoth, aunque todos los habitantes de la localidad conocen la verdadera identidad del tal Melmoth.
Su estado de ánimo no es muy malo. No abriga ningún resentimiento contra quienes le han hecho daño, ni siquiera contra lord Alfred Douglas, el cual no se ha presentado para sacarle de la cárcel; se encuentra en algún lugar de Italia y escribe al amigo cartas injuriosas.
Le ha sentado muy mal no tener ocasión de declarar contra su padre durante el juicio; éste era el único motivo por el cual había empujado a Wilde a interponer la demanda. Wilde tendría que haber obligado a su abogado a llamar al joven Douglas como testigo. Wilde está decidido -nada menos que André Gide lo atestigua más tarde- a no volver a ver a Alfred. Además, recibe de su mujer una pequeña renta con la única condición de que se mantenga total y definitivamente separado de Alfred Douglas. Éste escribe ahora a Osear Wilde reclamándole a su lado; todo volverá a ser como antes. Vive en una casa de los alrededores de Ñapóles.
Al final Wilde no puede resistirse a la «llamada del amor», como él la describe. Sueña con el sol de Italia; en la costa del Canal llueve demasiado a menudo. Así que viaja a Italia y pierde la renta de su mujer. Desengaño mutuo. Creía que Bosi se encargaría ahora de su manutención; Dios sabe que él ya ha hecho bastante por su amigo. Y Bosi creía que Wilde aún tenía dinero. Pronto se produce la ruptura. El joven lord abandona Italia y Wilde pide a su mujer a través de unos amigos que le envíe algo dé dinero, a lo cual ella accede, asignándole sesenta libras anuales. Su mejor amigo, Robert Ross, le da ciento cincuenta. Ya tiene bastante para una vida modesta.Y hace grandes planes literarios; lo malo es que le cuesta decidirse a escribir; y es una lástima si se tiene en cuenta que el tiempo ayuda a olvidar, que la sociedad londinense le ha perdonado y también el mundo, porque en realidad nunca estuvo en contra de él. Oscar Wilde escucha a los amigos cuando le animan a trabajar y contesta que empezará muy pronto, pero que de momento necesita tomar un poco el aire. Siente deseos de charlar, de llevarse a la cama a algún muchacho bien parecido y, aún más importante, o casi: tiene necesidad de comer y beber bien. Y así lo hace, por lo que no tarda en engordar y adquirir un aspecto de hombre enfermizo. Ya no queda ni rastro de su antigua apostura. Los amigos continúan visitándole; podría ganar mucho dinero si escribiera una nueva comedia. Pero él siempre encuentra pretextos para no hacerlo. Por fin se traslada a París y se instala en una habitación de un hotel modesto y relativamente pequeño de la rué des Beaux-Arts que se llama Aisace. Le domina la melancolía, se queja del ambiente. Dice que necesita alegría y sol.
Frank Harris le «presta» dinero una y otra vez. Un día le propone ir juntos en coche al sur de Francia. Wilde aplaza varias veces el viaje porque ha contraído deudas en París que deben ser saldadas, pero al final, cuando Harris se las ha pagado todas, o casi todas, accede a ponerse en camino. Sin embargo, en la Riviera tampoco es feliz, pese a que el sol luce cada día; y lo peor es que no se le ocurre nada que escribir. Regresa a París. Un nuevo amor. Un joven soldado pasa por delante de un restaurante de uno de los grandes bulevares, donde Wilde está cenando. Amistad. Se ven todos los jueves, el día en que el soldado puede salir del cuartel.
El muchacho tiene un solo deseo: poseer una bicicleta moderna con muchos cromados. Wilde se la regala, naturalmente.Pero el asunto no prospera. El soldado es ascendido a cabo, se enamora de una chica, se casa con ella y desaparece de la vida de Wilde. Una razón de más para que Wilde odie a las mujeres. Según Frank Harris, ya no se pueden ni mencionar en su presencia; las encuentra horribles todas. «Tienes que reconocer que el cuerpo masculino es más bello y la impresión que causa, más noble y espiritual. ¡Las mujeres son tan rechonchas!»
Los amigos le instan reiteradamente a que trabaje. Él les contesta que es imposible porque ha perdido el resorte principal de la vida y del arte, lajoie de vivre. «La alegría de vivir me ha abandonado.» Prefiere repartir sablazos entre sus amigos... o pedir prestado al primero que se presenta. Y sin ningún escrúpulo. Habla muy a menudo con Harris sobre la homosexualidad y sale en su defensa.
- Lo que tú calificas de vicio, no es tal. En mi opinión, es algo tan bueno como lo era a ojos de César, Alejandro, Miguel Ángel y Shakespeare. No fue pecado hasta que llegaron los frailes.
Y no le falta razón. En una o dos ocasiones hace acopio de la energía suficiente para realizar un viaje. En el segundo tiene que oír de labios del propietario de un hotel de la Costa Azul que para él no hay ninguna habitación libre y que ha dado instrucciones a los camareros de que no le sirvan.
Esto asusta a Wilde, que va a refugiarse a la habitación de su hotel de París, donde permanecerá hasta el final. Mientras tanto, lord Alfred Douglas se ha hecho rico; su padre ha muerto, dejándole algún dinero. Se ha trasladado a París, posee una cuadra de caballos de carreras e invita de vez en cuando a comer a Oscar Wilde, pero no tiene la menor intención de pasarle una cantidad fija y cuando Wilde, que ha perdido todas las inhibiciones, le pide algo, se niega sin miramientos. Menudean las escenas más inauditas,
vergonzosas para ambos.
Lord Alfred no comprende qué pretende Wilde de él, al fin y al cabo, no tiene ninguna obligación de mantenerle, ni ante Dios ni ante el mundo, y no quiere saber nada más de «esa ramera vieja y gorda». Entonces Wilde pierde los estribos. No es cierto que él haya seducido a Douglas, sino todo lo contrario. Al principio ni siquiera quería verle, o mejor dicho:
- Quería verle, pero tenía miedo. Desde el mismo principio me asustó pensar en cómo podría terminar aquello y me aparté de su camino. Su altanería de noble, su carácter temerario y dominante me intimidaban.
Siempre que Wilde le aconsejaba prudencia, Douglas se echaba a reír. ¡A un noble como él no podía ocurrirle nada! Por otra parte, Wilde hablaba pocas veces en este tono de su antiguo amigo.
De repente, todo empezó a suceder muy deprisa. Wilde se encontraba muy bien, comía en exceso y engordaba cada vez más. Sufrió una erupción por todo el cuerpo, pero no le dio importancia y, lo que es peor, no tomó en serio las recomendaciones de su médico, que le aconsejaba dejar de fumar, de beber champaña, en especial ajenjo, su licor preferido, y de comer con exageración.
Oscar Wilde
Pero no puede renunciar al ajenjo, que sigue consumiendo en grandes cantidades, con el pretexto de conservar el buen humor.
Muy pronto se siente sin fuerzas para levantarse y permanece acostado en su cama del hotel, donde le sirven las comidas. Los pocos amigos que le visitan con regularidad están cada vez más preocupados. Ros, que vive en la Costa Azul, es avisado y viaja inmediatamente a París. También Harris recibe el correspondiente aviso, pero él yace a su vez enfermo en Londres. Además, durante los últimos años se han sucedido las noticias alarmantes sobre la salud de Wilde, que luego han resultado ser una excusa para pedirle más dinero, de ahí que Harris no crea que Wilde esté moribundo. El único enterado de la verdad es el propietario del hotel, un tal Jean Dupoirier, a quien Wilde debe una gran cantidad de dinero, unas ciento noventa libras, de las que nunca le habla, y no sólo esto, sino que además le compra a menudo bocados exquisitos, como caviar, porque apenas puede comer otra cosa.
Un hombre comprensivo, digno de pasar a la historia. Robert Ross vuelve a París en octubre de 1900. Wilde, que se deteriora rápidamente, está dispuesto a salir a cenar con él. Van de paseo y Wilde se detiene en cada café para beber una copa de ajenjo. Su dependencia es total. Pocos días después, ya no pudo levantarse. Las últimas horas debieron ser terribles. Apenas consciente, gemía sin interrupción. Le salía espuma por la boca y era incontinente. Las sábanas tenían que cambiarse a cada momento.
Un final espantoso para un hombre que había amado tanto la belleza. ¿De qué murió? Una de las causas fue la falta de resistencia física, secuela de los malos tratos recibidos en la prisión. Además, era incapaz de cuidar su salud. ¿Cómo podía seguir el consejo del médico y comer con moderación cuando los banquetes en compañía de amigos, que escuchaban sus frases ingeniosas, se habían convertido en lo más importante de su existencia? Causa clínica de la muerte: sífilis terciaria.
El entierro fue en el cementerio del pueblo de Bagneux, que era más barato que en París. Ross y los otros amigos resolvieron trasladar más tarde a Wilde al cementerio parisiense de Pére Lachaise. Hacía ya tiempo que el público había olvidado a Wilde, así como el proceso y sus motivos. Todo pudo solucionarse con facilidad. Dejó deudas, pero sus comedias volvieron a representarse y, como él ya no podía gastar, las deudas quedaron pronto saldadas. Ross no tardó en poder repartir grandes sumas entre los hijos de Osear Wilde. El cadáver fue trasladado al Pére Lachaise, donde se erigió un bello monu-
mento fúnebre.
Verdad es que mucho de lo que escribió se perdió irremediablemente para la posteridad. De ello se cuidó Ross, que poco después de la muerte de Wilde repasó los manuscritos y destruyó muchas páginas que en su opinión podrían haber suscitado muchos males. Deprofundis, como ya se ha dicho, apareció sólo en parte; Robert Ross entregó un manuscrito completo al Museo Británico en el año 1909, que no sería publicado hasta 1960, aunque esta vez, eso sí, con inclusión de todos los reproches que Wilde dirigió contra Douglas.
El nombre de este último sería desconocido para todos si no hubiera causado la perdición del gran Oscar Wilde. La posteridad ha castigado al bello, presuntuoso e inútil joven lord relegándole al más profundo olvido.

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