sábado, 27 de agosto de 2011

El Fantasma:Rainer Maria Rilke(1875-1926)


El conde Pablo pasaba por irritable. Cuando la muerte le arrebató
prematuramente su joven esposa, lo arrojó todo tras ella: sus
propiedades, su dinero y hasta sus queridas. Servía entonces en los
dragones de Windischgrätz.
El barón Stowitz le dijo un día:
-Posees la boca de la difunta condesa.
Esas palabras conmovieron al viudo. Desde entonces, tenía
siempre un vaso de vino al alcance de la mano. Parecíale que era el
sólo medio que tenía de ver esa boca amada llegando
constantemente a su encuentro. El hecho es que dos años más
tarde ya no le quedaba ni un cobre.
Sin embargo, cuando un día nos encontramos, por azar, en la
vecindad de uno de los dominios de familia de Felderode, el conde
nos invitó a acompañarlo.
-Es necesario que os muestre el lugar de mi dicha -declaró y,
volviéndose hacia las damas-: El sitio donde se ha deslizado mi
infancia.
Un lindo atardecer de agosto llegamos en gran número a GranRohozec. El buen humor del conde nos había demorado. Estaba
chispeante de espíritu. Nos sentíamos encantados los unos con los
otros y no adelantábamos. Al fin decidimos, pues la hora de las
visitas había pasado, ir al castillo recién al día siguiente y asistir a la
puesta del sol desde lo alto de la ruina.
"¡Mi ruina!" exclamó el conde, y parecía envolver su esbelta silueta
en esas viejas murallas como en una capa de oficial. Tuvimos la
sorpresa de descubrir allí arriba un pequeño albergue, y nuestro
humor se puso más alegre aún.
-Estoy apegado a esas viejas piedras con todas mis fibras-proclamó
el conde Pablo, yendo y viniendo detrás de las almenas del torreón.
-¿Te han anunciado para mañana nuestra visita a allá abajo?
 Y una voz de mujer inquirió:
-¿A quién pertenece ahora Gran-Rohozec?
El conde hubiera hecho, de buen grado, oídos sordos:
-¡Oh, un excelente joven!... Financista, naturalmente... Cónsul, o no
sé qué.
-¿Casado?-preguntó otra voz de mujer. 7
-No, provisoriamente acompañado por su madre -respondió el
conde riendo.
Después encontró excelente vino, encantadora la compañía, regia
la tertulia, y grandiosa su idea de venir aquí. Entre tiempo, cantó
romanzas italianas, no sin pathos, y danzas campesinas
ejercitándose en hacer los saltos necesarios.
Cuando al fin cesó de cantar, juzgué bueno dar la señal de partida.
Pretextamos fatiga, lo comprometimos a quedarse una corta hora
más en "su ruina" y en cuanto a nosotros bajamos al albergue del
pueblo.
Nuestro camino pasaba delante del castillo que, aquella noche,
desafiaba la oscuridad por todas sus ventanas. El cónsul ofrecía
justamente una recepción.
Era casi media noche cuando los últimos carruajes abandonaron el
parque. La madre del cónsul apagaba las candelas en el vestíbulo
entreabierto. Cada nuevo paño de oscuridad parecía formar cuerpo
con ella. Ella se tornaba de más en más informe a medida que
desabotonaba su vestido de raso de talle demasiado estrecho.
Parecía ser la oscuridad misma, que no tardaría en colmar el
castillo por entero.
También el hijo iba y venía, puntiagudo y anguloso como un
torpedo; se hubiera dicho que buscaba retener a su madre al borde
de las tinieblas. En realidad se movía a causa de la frescura. La
madre y el hijo se cruzaban muy a menudo delante del fastuoso
espejo  que tenía prisa por arrojar aquella madeja de pliegues y de
miembros. Estaba halagado por las imágenes que había reflejado
esa noche: dos condes, un barón, numerosas damas y señores muy
presentables. ¿Y ahora querían que se aviniera a ese cónsul negro
y enclenque?
Indignado, el espejo mostraba al nuevo castellano su propio rostro.
Era una figura asaz mezquina. Sin embargo el interesado la juzgaba
muy nueva e intacta.
Entre tanto, también la madre había callado. Estaba como encogida
en un rincón de la pieza, y sólo al cabo de algunos instantes el
cónsul se explicó el entrechocarse que emanaba de ella.
 -Mais laissez donc, les domestiques. . . exclamó él, en francés, de
pie ante el espejo, cuando hubo comprendido.
Luego se olvidó y tradujo él mismo:
-¿Qué van a pensar las gentes? ¡Deja pues eso, mamá! Vete a
acostar, llamaré a Federico.
Esta última amenaza tuvo un efecto decisivo. Era una suerte haber
conservado al antiguo mayordomo del conde. Si no, cómo se
hubiera logrado organizar esa comida. Nunca se sabía qué vestidos 8
se debía poner, y habían tantos otros problemas del mismo género.
En todo caso algo era cierto, en ese momento: no debe contarse
por sí misma la platería, ¿verdad?
"De modo que deja eso, mamá, te lo ruego".
La opulenta matrona en raso negro se retiró. En el fondo,
despreciaba un poco a su León. ¿Por qué no había adquirido un
título más reluciente y cuyo brillo se reflejara también sobre ella?
"¡Cónsul! ¿Y yo?"-se decía-. Era vergonzoso. Sin embargo se retiró.
León descuidó vigilar sus manos y las encontró de pronto ocupadas
en manipular cucharas de plata. "25, 28, 29", contaba, como si
hubiera recitado versos. Oyó de súbito un grito penetrante. "¿Qué
es lo que pasa?" -exclamó-, con grosería, como si estuviera detrás
de un mostrador de mercader.
"30, 32", contaba maquinalmente.
No habiendo recibido ninguna respuesta, comprendió que sólo
podría contar hasta la tercera docena y, rechazando la 35, atravesó
corriendo el salón amarillo, el salón de juegos y el salón verde.
Ante la puerta acristalada que se abría sobre el dormitorio de su
madre, estaba desplomado una forma negra. Era ella, la mujer sin
título. Gemía. Intentó primero reanimarla; pero de pronto renunció a
esa tentativa y, espantado, miró a través de los cristales de la
puerta. Como luchando contra la penumbra, una alta y blanca forma
se adelantaba tanteando a lo largo de la pared, se inclinaba, se
hundía en las tinieblas, luego reaparecía, imprecisa como un
enorme fuego fatuo.
León comprendió, no por un razonamiento, sino por el miedo que
experimentó, que aquello era aparentemente algún difunto y lejano
abuelo de los Felderode; después
 
pensó que ese hecho sin precedentes era particularmente peligroso
porque no se había borrado el escudo de armas condal del techo ni
de las sillas. Ese fantasma no podía, pues, sospechar que el castillo
había sido vendido. De ello se seguirían complicaciones
interminables. A pesar de la rareza del acontecimiento, el cónsul
olvidó durante algunos instantes su propia situación y examinó
todas las posibilidades. Una aparición diabólica, tal fue su
conclusión. Lo que dura un segundo pensó en precipitarse en la
capilla del castillo, pero advirtió que era demasiado novicio y muy
inexperto en las cosas del cristianismo para mostrarse a la altura de
una situación tan difícil.
En el mismo instante en que recibió a su pobre madre entre sus
brazos, la decoración cambió en el interior de la pieza. Se oyó
pronunciar una suerte de violenta fórmula mágica y de inmediato la 9
bujía ardió sobre la mesa de noche. El fantasma se tendió en el
lecho y pareció materializarse estrepitosamente, porque sus gestos
se tornaban más y más humanos y más comprensibles. León se
sintió de repente tentado de estallar en una gran risa y se descubrió
agudeza.
"¡He aquí otra de esas virtudes aristocráticas! Cuando nosotros nos
morimos, estamos bien muertos. Pero esas gentes hacen como si
nada hubiera pasado, todavía cinco siglos más tarde".
Llegó hasta demostrar maldad:
"Naturalmente, antaño esos señores sólo eran vivos a medias;
ahora son sólo muertos a medias..."
Juzgó esta observación tan notable que quiso con fines útiles
comunicarla a su madre. Esta recobró el sentido al tiempo preciso
para ver al fantasma sacar las sábanas de noche de debajo de la
almohada y arrojarlas a lo lejos, como al mar. Estuvo a punto de
desvanecerse otra vez, pero su sentido moral ganó terreno y
exclamó: "¡Qué individuo grosero! ¡Friedrich, Johanna, August!"
Luego asió a su hijo por el brazo, haciéndole atragantar su buen
humor, y lo apremió:
-¡Ve ahí, León, agarra la pistola y ve ahí!
León sintió doblárseles las rodillas.
-Enseguida-gimió con una voz seca-, empujando con las dos manos
la puerta que cedió. Pero una mano se alzó del lecho, como en un
gesto de advertencia, se elevó, se cernió y volvió a caer sobre la
candela que murió humildemente.
En el mismo instante, el viejo Federico apareció en el umbral del
salón verde. Llevaba ante sí un pesado candelabro de plata y
permaneció en una posición de espera absolutamente inmóvil tanto
tiempo como la madre del cónsul continuó rugiendo:
"¡Qué individuo grosero! ¡Qué individuo grosero!"
En cambio, León demostró oportunidad y coraje. Se expresó más
claramente:
-Un extraño, Federico, un ladrón sin duda, se esconde en la
habitación de la señora. ¡Ve ahí, Federico! Vuelve a poner orden ahí
adentro llama gentes. Yo no puedo ..."
El viejo mayordomo se dirigió prestamente hacia la habitación
hundida en la sombra. Marchó, por así decirlo, en pos de las últimas
palabras del cónsul. Los otros le siguieron con los ojos, ansiosos e
impacientes.
Federico asió el cobertor del lecho e iluminó con un gesto brusco el
rostro del hombre tendido. Sus movimientos eran tan enérgicos que
León se sintió capaz de heroísmo y gritó con una voz estridente: 10
-"Echa eso afuera... ese miserable... ese holgazán..." Trataba de
excusarse a los ojos de su madre con su cólera.
Pero Federico estuvo de pronto ante él, rígido y severo como un
tribunal. Tenía puesto  un dedo atento sobre sus labios discretos.
Con ese gesto expulsó suavemente a su amo del dormitorio, volvió
a cerrar con cuidado la puerta acristalada, hizo caer la mampara, y
apagó despaciosamente las cuatro bujías del candelabro, una tras
otra. La madre y el hijo acompañaban todos sus gestos con mudas
interrogaciones.
Entonces el viejo servidor se inclinó respetuosamente ante su amo
y anunció, como se anuncia una visita:
--Su Excelencia el conde Pablo Felderode, comandante de
caballería retirado.
El cónsul quiso hablar, pero le faltó la voz. Se pasó varias veces el
pañuelo por la frente. No se atrevía a mirar a su madre. Pero sintió
de pronto que la anciana le tomaba la mano y la retenía dulcemente
en la suya. Esa pequeña ternura lo conmovió. Ella unía a esos  dos
seres y los elevaba por encima de la vida cotidiana, haciéndolos
participar un  instante del destino de todos aquellos que están sin
hogar.
Federico se inclinó otra vez, más profundamente que antes, y dijo:
-¿Puedo hacer aprestar las habitaciones de los amigos?
Enseguida apagó la luz en el salón verde y siguió a  sus amoscaminando sobre la punta de los pies.
F I N

1 comentario:

Anónimo dijo...

Rainer maria Rilkempresionante, maestro.Muy bueno reos cada cosa que suben, es excelente este cuento saludos Monica de lanús